La arquitectura del paisaje
es conocida como la disciplina que se ocupa del diseño del espacio abierto,
desde jardines privados a espacios urbanos públicos.
La
arquitectura del paisaje se ha sustraído hasta ahora al ingenio: cada ciudad
-no
importa
lo grande que sea- ha emergido de su paisaje, sobre su suelo específico, en su
zona de clima particular, en una determinada atmósfera, con una historia
singular… Todo esto proporciona a cada ciudad sus formaciones de tierra, tipos
de vegetación, colores, estados de ánimo, olores, costumbres y edificios
únicos. A escala territorial, también el paisaje puede, por tanto, convertirse
en un valor común que proporcione a los habitantes de ciudades vecinas un
activo que puedan ver y sentir, y que genere una identidad compartida. Es
decir, una perspectiva común, atractiva y seductora a los sentidos, atenta a
las aplicaciones puramente técnicas de una economía de recursos, adaptada al
clima y a la vida cotidiana.
La
calle es la expresión social por excelencia de la ciudad, y podríamos decir
también que en la calle se ha escrito la historia pública de nuestras ciudades.
Partiendo
de este aspecto esencial, la recuperación de la calle, la reconquista de la
ciudad, se plantea como una condición necesaria –no suficiente- para
revitalizar el espacio urbano, para reactivar la ciudad en sentido social,
económico y cultural, para recuperar los valores cívicos de la calle. Es la
única posibilidad de supervivencia de la vida urbana.
La
calle ha sido siempre el espacio del intercambio y la sociabilidad, también el
espacio que comunica y sirve a la movilidad de las personas y los bienes.
Antes
de la aparición de los vehículos automóviles, la calle albergaba actividades de
sociabilidad y al tiempo, servía a los desplazamientos. Es precisamente a
partir del primer tercio del siglo XX cuando disminuye la sociabilidad,
precisamente cuando se da prioridad a la movilidad motorizada y se rompe el
equilibrio existente hasta ese momento.
El
espacio público de nuestras ciudades está en un proceso de aguda crisis, que
afecta a la esencia misma de la ciudad.
La
calle, además del espacio creciente sin ley del automóvil, se ha convertido en la
extensión de muchos negocios privados,
-algunos de pésimo gusto arquitectónico-
y en el vertedero de todos los residuos, también los artísticos. La
calle como taller de construcción, con sus hormigoneras y acopios de materiales
para reformas privadas, la calle como almacén rodante, donde se depositan miles
de toneladas de mercancías cada día, la calle como escenario de aparentes
muestras artísticas o deportivas que no son más que la mercantilización de la
vida cultural, la calle como escenario de la peor escultura, del peor
mobiliario, de la peor publicidad...
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